Se ha denominado cultura del rendimiento o cultura de la productividad, a unfenómeno que ha transformado profundamente la forma en que entendemos el trabajo, el éxito y, sobre todo, nuestra propia identidad. El valor que tiene una persona parece medirse por su capacidad para producir, y está presente en muy diversos ámbitos y situaciones, en empresas, universidades, redes sociales, y hasta en lo que define el ocio. Mensajes del tipo “aprovecha las oportunidades”, “saca partido al tiempo”, “haz más”, “sé la mejor versión de ti mismo”, son mensajes que a todos pueden resonarnos. El descanso parece ser un lujo, el tomarse tiempo para hacer las cosas puede considerarse un defecto, y la eficiencia es el único criterio que aportaría valor.
Pero debe considerarse que todo ello, puede ocultar un importante coste psicológico, como puede ser la ansiedad, la depresión, el agotamiento, una sensación permanente de insuficiencia, la experimentación frecuente de frustración o culpa, entre otras emociones.
¿Qué es la cultura del rendimiento?
La expresión cultura del rendimiento alude a un sistema de valores que sitúa el éxito, la productividad y la superación personal como los principales criterios de valoración individual. Lo que definiría nuestro autoconcepto serían términos relacionados con la eficiencia, la competitividad y/o la actividad.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, reciente Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, en su libro, La sociedad del cansancio (2010), argumenta cómo se ha pasado a una sociedad del rendimiento. Un mensaje tan aparentemente inofensivo como es el “puedes hacerlo” que aportaría libertad para elegir las propias metas, también escondería otro mensaje no tan optimista “no tienes excusa para no hacerlo”, enlazando directamente con la culpa si no alcanzases los objetivos establecidos.
Así, la persona trata de superar sus propios límites para lograr aquello que se ha propuesto, y el resultado, entre otros, es el agotamiento.

Efectos psicológicos: la carga del éxito
La cultura del rendimiento tiene múltiples efectos psicológicos, muchos de ellos invisibles o normalizados. Destacarían, entre los más frecuentes, los siguientes:
- Ansiedad y agotamiento crónico
La exigencia constante de resultados genera un estado de activación permanente. El cuerpo y la mente permanecen en alerta, “siempre hay algo más que hacer”. Este estrés sostenido conduce al burnout o síndrome del trabajador quemado: fatiga emocional, pérdida de motivación y sensación de vacío.
Cada vez más personas sienten que “no son suficientes”, incluso a pesar de lograr aquéllo que se proponían. Internet y los dispositivos móviles no han favorecido la separación entre trabajo y descanso, y la hiperconectividad, y el “estar siempre disponible” parece ser la norma.
“En realidad, no es el exceso de responsabilidad e iniciativa lo que enferma a uno, sino el imperativo de lograrlo” (Byung-Chul Han)
- Depresión y culpa
Cuando el rendimiento se convierte en la medida de valoración, cualquier fallo se vive como fracaso, con la consiguiente culpa asociada. No aprobar un examen, no alcanzar el ascenso esperado o no lograr un cierto nivel de productividad puede interpretarse como una prueba de incompetencia o de debilidad.
Señala Han “el sujeto del rendimiento cae en depresión cuando no puede más consigo mismo”.
- Pérdida de sentido
Se busca la felicidad a través del éxito, pero cuando cada actividad debe justificarse desde su utilidad, se acaba eliminando la experiencia del placer sin ningún propósito. Además, el éxito nunca es suficiente, tras lograr una meta se está fijando una nueva. En consecuencia, muchas personas sienten que su vida carece de sentido más allá de esos logros.
- Dificultad para establecer vínculos auténticos
Por supuesto, toda esta manera de entenderse a uno mismo, afecta no sólo a la propia imagen sino también a las relaciones interpersonales. La amistad o el amor pueden quedar subordinados al éxito, al rendimiento, dando lugar a vínculos más superficiales y frágiles.

El control como forma de afrontamiento
La búsqueda de control absoluto se convierte en una respuesta desesperada ante un entorno competitivo e incierto.
La cultura del rendimiento, a pesar de las promesas aparentemente optimistas, en realidad produce una persona agotada, culpable y desconectada de sí misma.
El reto sería hacerse consciente, observando el efecto que todo ello implica en el propio estado emocional, construyendo la identidad desde quiénes somos, volviendo a conectar con uno/a mismo/a, con los propios valores, fortaleciendo la cultura del ser en detrimento de la cultura del rendimiento sin sentido.
Tengamos en cuenta que no significa renunciar al esfuerzo ni a la búsqueda de metas, sino redefinir el sentido del éxito y del tiempo.
Dar valor al propio cuidado es fundamental, el espacio de descanso y de ocio como manera de expansión, la autocompasión, favoreciendo los pensamientos cuidadores, sin juicio, que establecen límites sanos, que aceptan el error como parte de un proceso de crecimiento.
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